miércoles, 9 de febrero de 2011

El jueves de mis canciones.


Desde muy chico escuché a mi madre decir: “De quien te debes cuidar es de las malas mujeres, ustedes pierden la cabeza por ellas” y como las madres muy rara vez se equivocan, ella no fue la excepción.
La cabeza fue lo mínimo que perdí por las penas que una mujer provoca.
En un jueves de noche fría, de la que no esperaba más que una buena paga después del concierto, me acerqué a la barra del bar para tomar mí acostumbrado ron antes de empezar a cantar. Y ahí estabas tú, tan bella como siempre,  la luz parpadeante de la barra le daba a tu piel un brillo singular, uno hipnotizante. Te acercaste y tan insinuante como de costumbre me coqueteaste.
-Cántame algo al oído y este ron te lo pongo yo-  me dijiste mientras deslizabas tus dedos por mi corbata, desbaratándola, no solo a ella.
-Con una condición, Malena-  te respondí acercándome hasta poder oler lo acanelada de tu piel.
-Tú dirás, José-
-Que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata… al escucharla.-
Sonreíste, pusiste en mí mano el vaso con ron y, como todos los jueves, me acariciaste cada dedo en ese intercambio de vasos. Me tenías engatusado, loco por conocer todos tus secretos y cantarte solo a ti al amanecer.
Esa noche canté como nunca, mientras tocaba el piano podía notar lo nerviosa que te ponías cuando buscaba tu mirada. Terminé mi repertorio, veía como los clientes, uno a uno, se iban. Tú saliste a cerrar el bar, yo corrí detrás de ti y me despedí como siempre. De pronto, todo cambió, paseaste tu dedo por mi pecho y fuiste bajando en una línea ondulada por todo mi dorso. Yo no me quise quedar atrás y le hice caso a mi instinto más carnal, mis dedos escalaron tus entrepiernas y te juro que fue como llegar a la cima de Everest. 
Mi piano, compañero de media vida ahora se convertía en testigo de nuestros deseos. Tocamos una melodía y ya no importaba si era armoniosa solo sabía que nunca antes una mujer me había hecho tocar así las teclas.
Totalmente extasiados fumándonos un porrito nos llegó el alba ... caminaste por todo el bar recogiendo tus prendas. No parpadeé ni un segundo, no quería perderme esa última imagen de tu cuerpo a contraluz, de tus vaivenes y tus sonrisas coquetas cada cuatro pasos.
Uno, dos, tres, cuatro ... ¡Mírame!.
Me encapriché de ti. Simplemente así. Eres como un rico postre del que uno no se cansa hasta que no lo come todos los días durante tres años. ¿Tú qué pensabas? No sé, nunca más supe más de ti.
Al siguiente jueves regresé con acordes dedicados solo a ti, bajo el brazo... y de ti solo encontré rasguños en el atril de mi piano.
Te busqué en cada bar de ese puto pueblo y en cada uno me encontraba con un músico que al escuchar tu nombre no solo lo reconocía sino que también me contaba tus historias colchonísticas. Treinta bares visité, treinta historias me soplé y ni una luz tuya hallé.
Mis teclas ya no sonaban igual sino no eran tocadas por tu acanelada piel, entonces perdí lo único que nadie me pudo quitar. Mi música, mis acordes, mi melodía.
Me fui a la mar buscando poder ahogar ahí tu recuerdo, irónicamente era jueves y desgraciadamente ya no volví a escribir más canciones ningún jueves.